Una mancha amarilla se tomó Belo Horizonte, la ciudad sede del primer partido de la selección Colombia en una Copa Mundial de Fútbol, después de 16 años ausente del máximo evento.
Un Bello Horizonte fue lo
que vieron todos los colombianos que invadieron la capital de Mina Gerais.
Una
mancha amarilla se tomó la ciudad ese 14 de junio de 2014, día para nunca olvidar en
el repertorio de las alegrías
colombianas, que para variar en nuestro país sufrido, fue una alegría deportiva, en especial, del fútbol; deporte que
causa una euforia sin precedentes en los corazones contritos de muchos
colombianos, que despliegan todas sus esperanzas en 11 jugadores que
representan a todo un país.
Desde temprano las cafeterías y restaurantes de la ciudad se llenaron de colombianos que tomaban fuerzas para apoyar a la selección.
Desde la madrugada fueron llegando la gran mayoría de
hinchas tricolores, de autobús, principalmente provenientes de Sao Paulo y Río
de Janeiro. Otros, en autos particulares, donde más de uno se coló pidiendo
chance, y unos cuantos, los afortunados del bolsillo, bajaron del avión con su
corazón amarillo, azul y rojo. El amarillo de las banderas y las
camisetas contrastaba con una mañana que comenzó fría para el acostumbrado
clima cálido de esta ciudad brasileña.
Con las primeras claras del alba se oyeron los pitos, los
gritos y las aldabas de las casas, y se podía sentir que Colombia era más local
que nunca. Parecía que Barranquilla con todo su furor con que suele apoyar a la
selección en las eliminatorias se hubiese trasportado a la capital del estado
de Mina Gerais. Pero
no solo era Barranquilla. Si se prestaba atención se podía oír con cierta
frecuencia el acento paisa con su “Vea pues hermano”, o al rolo (bogotano) con
su inigualable y pausado hablar andino. Por su parte, una cartagenera con una
pañoleta colorida en su cabeza, le preguntaba a un taxista cómo llegar al estadio Mineirão (nombre oficial del estadio Governador Magalhães Pinto).
Así, desde tempranas horas ya la fiesta estaba armada y las
pocas manchas azules y blancas griegas eran ínfimas ante el deslumbrante
amarillo de las casacas colombianas, o en su defecto, rojas, color del
segundo uniforme del combinado nacional. Además, muchas camisetas azules no
necesariamente apoyaban a Grecia, sino que era hinchas del Cruzeiro − equipo local de Belo Horizonte− que decidieron vestirse así para el encuentro.
El resto de la mañana no cambió, por el contrario, cada
minuto de cada nueva hora hacía aumentar la ebullición. Era un desfile
alquilado en una ciudad que parecía nuestra. La razón: Los mineros también
apoyaban a Colombia y muchos de ellos iban con la camiseta verde amarela de Brasil, al
estadio. Si uno preguntaba a qué selección
apoyaban, en la mayoría de respuestas se oía Colombia, y solo algunos cautos,
indicaban que iban al juego para disfrutar la fiesta del “futebol”.
Fue así que entre ajetreos y deseos el reloj marcó las
11 horas de la mañana hora local (9 am en Colombia). La suerte estaba echada,
principalmente para el lado colombiano, y Belo Horizonte para entonces ya era un
marasmo de carros y buses que agolpaban las vías en dirección a su estadio
mundialista; sin duda uno de los más bellos y cuidados de todo el Brasil para
esta Copa del Mundo de la FIFA.
La vasta multitud que se tomó la ciudad hizo que el buen
sistema de transporte colapsara y desde ese momento se preveía un congestionado
tránsito. El consuelo −mientras se esperaba en el
trancón− fue la vista de las amplias zonas verdes, los parques, las
plazas, las avenidas y en general, la arquitectura de una ciudad tranquila y
acogedora que dan ganas de estar en ella por mucho tiempo.
Finalmente al mediodía, después de una hora, se había
llegado al Mineirao, y teniendo en cuenta que a las 13 comenzaba el juego, se percibía
la mezcla de desesperación y alegría de los hinchas por apoyar a su selección. La
prensa internacional también animaba con sus entrevistas coloridas y jocosas.
Es decir los ojos de Colombia y el mundo estaban puestos allí, pues con este
juego arrancaba la jornada mundialista de ese sábado 14 de junio. Hay que
sumarle que hasta el clima se volvió colombiano, un gran sol, amarillo casi de
oro brillaba sobre todos.
Las filas para entrar se hicieron interminables, pero el
buen ánimo de todos apaciguó la impaciencia. Varios controles y filtros para
ingresar al estadio no se hicieron esperar, se exigía tener el ingreso oficial
en la mano. La situación no fue ajena para que muchos hicieran su negocio, revendiendo entradas a las afueras del estadio, aunque a cuenta y riesgo de
quien las comprara, porque la FIFA fue tajante en sus políticas en que ese tipo
de prácticas estaban prohibidas.
Pero por una u otra manera, la mayoría de aficionados
consiguieron su sueño de ver a la selección Colombia en su debut en un mundial
después de 16 años de ausencia. ¡Y qué debut! Lo sucedido es conocimiento de
todos: un tres por cero contundente, un gol arrancando el juego, un himno
nacional que hizo llorar a miles, y un sentimiento que hizo que la sangre casi
se saliera de las venas. Hasta parecía que los brasileños eran colombianos cuando había un gol. Se podía percibir allí y solo allí de cuerpo presente que el
sentimiento de ellos era verdadero. La temperatura tampoco podía subir
más, estaba al límite. Además del sol
incandescente, estaba el fuego de los corazones de todos lo que apoyaban a
Colombia, que hicieron casi imperceptibles a los pocos griegos presentes (o a algunos brasileños que apoyaban al país heleno).
Durante las casi dos horas del juego, llegaron los goles,
las faltas, las maravillas de James Rodríguez, la velocidad de Ibarbo, el gol de
Armero -con su peculiar celebración-, la seriedad de Pékerman que se vio amilanada por la festividad de
todo un equipo que invadió a él y a los más de 50 mil asistentes, incluyendo entre
ellos a Radamel Falcao, el gran delantero tricolor, ausente en esta justa
deportiva.
Celebración del primer gol de Colombia.
Pero también el otro partido se hizo con la cerveza que
bebían los hinchas para calmar los nervios, con las curvas de las bellas
colombianas que desfilaron por cada una de las tribunas, con los gritos que
dejaron afónicos a miles, con los millares de fotografías y vídeos que quedarán
para la historia de Facebook y de Twitter de quienes pudieron decir: “yo estuve
allí”.
Yo estuve allí en el inicio de Colombia en un Mundial, el cual se vive cada cuatro años, y eso si hay la fortuna de clasificarse a él. Y
esta vez Colombia tuvo esa fortuna, y yo estuve allí, y todos los millones de
colombianos estuvimos allí porque el sentimiento es uno y tiene la capacidad de
transportarse desde el corazón hasta donde sea; en este caso: Belo Horizonte,
en el primer juego. Y es el mismo corazón que nos transportara a
Brasilia para jugar contra Costa de Marfil, y a Cuiabá para cerrar el grupo contra Japón. Y después lo que venga, si ha de ser, octavos de final en Río de Janeiro o
en Recife, y así hasta donde nos lleve la fuerza. Pero más allá de eso, lo
cierto es que el primer paso ya fue dado, y fue con el pie derecho.
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