Prejuego del partido. Espectadores animados iban poco a poco llegando al estadio.
El sábado 20 de agosto de 2016 será una fecha bien recordada en la memoria de los brasileños. Pero ha podido ser todo lo contrario, solo por aquellas triquiñuelas del destino cuando amanece con otro humor al que uno espera.
Aquel día la selección olímpica de fútbol se jugaba el todo por el todo en la final contra su homóloga de Alemania. El epicentro de aquella batalla era el mítico templo sagrado de la tierra del fútbol, es decir: el estadio Mario Filho, más conocido como el Maracaná. La historia y la reciente situación social y futbolística colocaban la espada de Damocles sobre el gran Brasil en esta final. Y no solo en el plano deportivo.
Para decir esto, tenemos que tener en cuenta la crisis económica y social que se ha tomado al gigante de Sudamérica desde hace algunos años, y que se agudizó en el 2014 y que llegó a un estado insoportable en el 2016, durante el segundo mandato de Dilma Rousseff (pupila de Luiz Ignacio Lula), quien fue destituida de su cargo mediante un impeachment; hecho de caos social que puso en vilo al gran hermano del continente, que socavó las bases de su democracia, y que ahondó más la imagen conturbada de un país que asumió la organización de los dos más grandes eventos deportivos del mundo: La Copa Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos Río 2016.
También, para decir cuán importante era esa final para los brasileños, debemos dejar claro que una parte fundamental del orgullo de ese país radica en el fútbol. Teniendo esto en cuenta, la derrota de La canarinha por 1 a 7 contra Alemania en la pasada Copa Mundial, ante la mirada absorta de más de 200 millones de brasileños fue uno de los más grandes golpes al orgullo de un pueblo.
Por eso aquel 20 de agosto la cita era sobre todo con la dignidad y el orgullo. La verde-amarela llegaba por cuarta vez a una final de fútbol en Juegos Olímpicos sin haberlos ganado nunca antes (había perdido contra Francia, en 1984, contra la antigua Unión Soviética, en 1988, y contra México, en 2012). Aquellos fracasos en instancias finales eran recuerdos amargos y presentes en los hinchas del país que había conseguido todo en este deporte. Excepto, claro está, la medalla de oro en esta competencia.
Las esperanzas estaban en jugadores menores de 23 años (como exige el reglamento del evento) y en Neymar, el único referente claro del seleccionado nacional; seleccionado que por esos días vivía, tal vez su momento más lamentable de su historia (la selección de mayores venía de ser eliminada en primera ronda de la Copa América Bicentenario, en EUA, y su técnico Dunga, por ende, destituido. En cuanto a las eliminatorias Rusia 2018: el Scratch era sexta en la tabla con tan solo 9 puntos, y con un cuestionado nivel de juego.
A eso se le sumaba para darle más tensión, que el rival de la final era la siempre respetable y exigente Alemania, que había llegado de menos a más a la final, y que se quiera o no, se le veía con mucha expectativa y precaución. El recuerdo inefable del 1 a 7 no se ha podido, y probablemente nunca se olvidará de la memoria colectiva brasileña. Y si por último, tenemos en cuenta que el Maracaná era el lugar de decisión, lo cual remite siempre al famoso “Maracanazo”, de cuando el combinado de mayores perdió ante más de 200 mil espectadores de cuerpo presente la Copa Mundial de 1950, entonces aquella final del 20 de agosto se convertía en un evento trascendental.
El fútbol ha sido desde hace décadas la válvula de escape en un país de grandes contrastes: de alegrías y tristezas, de bailes alegres (de samba y forró, y muchos otros ritmos) ante marchas fúnebres de miles de muertos en conflictos sociales (guerras de tráfico, robos, extorsiones, etc.); el de la opulencia desbordante de los ricos que viven al lado de una favela. De contrastes a todas las escalas, desde el chico que llega a su universidad en un Porsche Cayenne y que ve a su lado a un moribundo que pide y dice que no ha tenido qué comer durante todo el día, hasta el de ciudades como São Paulo (que bien su PIB puede ser mayor al de algunos países pequeños del mundo) contrastada con pobres caseríos del noreste brasileño donde literalmente las personas se mueren de hambre.
Ahora bien, en un país de tantos contrastes la selección nacional de fútbol es tal vez aquel punto de equilibrio para encontrar una unidad nacional, ya sea en la opulencia o en la pobreza. Por eso aquellos jugadores salían a las 17:30 horas de aquel sábado con la obligación de ganar o morir ante un Maracaná que ya era una mancha amarilla, color canario, que gritaba y ensordecía.
Desde horas antes el Metro de Río de Janeiro había sido tomado por el furor; hinchas que en desbandada coreaban himnos de apoyo hasta el cansancio, principalmente uno que rezaba: “Mil gols, só Pelé, Maradona cheirador”, algo así como: mil goles, solo Pelé, Maradona drogadicto/esnifador. Canto habitual de los hinchas que mantienen la rivalidad entre Brasil y Argentina en el fútbol. Pero el canto parecía fuera de lugar, pues ese 20 de agosto no se vislumbraban hinchas argentinos y mucho menos dentro del estadio. Es decir, los cantos no tenían receptor, pero los hinchas se regocijaba con ellos, seguramente bajo la filosofía de muerto y pisado.
Fue así, que bajo un estricto control de seguridad (Río estuvo custodiada durante todas las Olimpiadas por el ejército y agentes y fuerzas especiales, no solo del estado de Río de Janeiro, sino de todo el país) los hinchas hicieron la fiesta. La selección estaba más en casa que nunca. Era como el desquite de no haber estado en aquella final de la Copa Mundial de 2014. Así se dio el pitazo inicial y los ensordecedores cánticos intentaban distraer a los fríos alemanes, que parecían inmutables. Muy diferente a aquella inolvidable semifinal en el Mineirão de Belo Horizonte, este equipo olímpico salió para imponerse, para marcar la batuta del juego, y quedarse con el esquivo título desde el comienzo. Los alemanes absortos trataban de contener los embates. Neymar comandaba la orquesta y dos revelaciones: Gabriel Jesús, delantero del Palmeiras, con tan solo 19 años y Luan Viera, jugador del Gremio de Porto Alegre lo secundaron en las creaciones. La selección venía con la confianza de menos a más, desde aquel tercer partido de la fase clasificatoria en que le ganó por 4 a 0 a Dinamarca, y que después eliminó a la animada Colombia 2 a 0 en Sao Paulo, y que luego goleó por 6 a 0 a Honduras en semifinales.
Esa confianza se sintió con Neymar, quien anotó a los 27 minutos, de tiro libre, el gol que daba momentáneamente el campeonato al seleccionado local. Desde entonces los hinchas no dejaron de alentar. Cantos, saltos y gritos hacían la alegría de todos. Esa alegría que se trasmitió a los jugadores que siguieron atacando, en busca de la segunda conquista que les diera mayor tranquilidad del juego. Pero los alemanes mantuvieron el arco cerrado y así acabó el primer tiempo. Durante el intervalo la confianza y la alegría eran evidentes en los asistentes al estadio; igualmente en las emisoras radiales y en la voz de los comentaristas y narradores del partido por televisión. Sin embargo la fuerza desbordante del primer tiempo fue borrada durante los primeros veinte minutos del segundo tiempo, y el combinado teutón realizó algunas aproximaciones con cierto peligro. De esta manera al minuto 59 Max Meyer, en una jugada de toques, concretó en el área el empate del partido.
El fantasma del pasado
Desde entonces los rostros segundos antes felices se llenaron de escepticismo. Algunos se comían las uñas, otros insultaban al árbitro y a los jugadores. Esta incertidumbre también tomó cuenta de los dirigidos por Rogerio Micale, que no lograban reencontrarse en el juego. En las tribunas algunos hinchas cavilaban la posibilidad de perder nuevamente con Alemania, lo que ahondaría aún más la crisis del fútbol brasileño. Pero de repente, como si un pueblo sacase sus mayores fuerzas para no terminar de morir en su dignidad, los jugadores recapacitaron, Neymar volvió a tener dominio del balón y a colocar pases acertados a los delanteros. Por su parte, los defensores cerraron filas y dieron seguridad. El equipo había vuelto al dominio del juego, pero algo importante faltaba: el gol. Y no llegó. Alemania se replegó y los noventa minutos reglamentarios terminaron. Si todavía quedaban uñas, seguramente iban a terminarse en los treinta minutos de prórroga en los cuales el incasable ataque brasileño no se concretó con el gol. La ruleta rusa, la lotería de los penales lo definiría todo. Ojos cerrados, llantos, cuchicheos, manos dadas entre conocidos y extraños, entre el cuerpo técnico, los aficionados: todo un ritual de unión para pasar buenas energías a los jugadores. Así, entre los protocolos del arco escogido para la definición, los elegidos para cobrar y la ejecución de cada penal, aumentó la tensión. Ningún jugador fallaba (en el orden los jugadores de Alemania seguidos de los brasileños) hasta que en el quinto penal Nils Petersen erró. Todo estaba en las manos de quién más, ¡Neymar! Y no falló, campeón, por primera vez en unos Juegos Olímpicos, y en el mítico Maracaná, campeón: júbilo y pasión, dicha y esplendor.
El renacimiento
A partir de aquella final gloriosa el fútbol brasileño ha tenido un resurgimiento increíble. La selección de mayores comandada por Tite, antiguo técnico de Corinthians, ha ganado seis partidos de seis jugados por eliminatorias, y lidera la tabla de posiciones, y virtualmente es el primer país clasificado al Campeonato Mundial Rusia 2018. El estado de confianza de los hinchas ha vuelto y se sueña con ganar la copa en suelos rusos.
Ese renacimiento en el fútbol muchos connacionales también lo asumen en el campo político y económico del país. Bajo el gobierno de Michel Temer, quien ha asumido como presidente interino, la economía ha tenido leves mejoras y aumenta la confianza de inversión extranjera. Por su parte el dólar, que iba en alza y sin control (ya había pasado de los cuatro reales por dólar) se ha estabilizado. El pueblo, tanto en el fútbol (en un juego) como en la vida real, cree en un renacimiento.
Duelo: tragedia de Chepecoense
El 29 de noviembre de 2016 comenzó para Brasil desde primeras horas con uno de sus mayores lutos deportivos, y justamente fue un luto proveniente del fútbol. 71 de las 76 personas que viajaban murieron en un accidente de avión, en el vuelo chárter 2933 de la aerolínea LaMia. La gran mayoría de estas 71 personas (pues también murieron periodistas y personal de la tripulación) hacían parte de la delegación del Club Chapecoense (equipo de pequeña jerarquía que celebraba por primera vez la disputa de una final continental). El equipo se dirigía a la ciudad de Medellín, en Colombia, para jugar el primer partido de la final de la Copa Sudamericana. A las 10:00 p. m. hora local del 28 de noviembre tras la tripulación declarar una emergencia eléctrica, al volar entre los municipios colombianos de La Ceja y La Unión, el avión se estrelló luego en Cerro Gordo, una colina ubicada en La Unión.
Brasil vive momentos de turbulencias sociales, políticas, económicas y de todo orden; ni el fútbol que le ha brindado muchas más alegrías que tristezas ha sido inmune a este momento de crisis que vive la mayor república del continente suramericano.
Canto del himno de Brasil al final el partido. Emoción y júbilo en las tribunas y el campo de juego.
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