Funny
Games (1997) fue una película clave en la filmografía de su
director. Para bien o para mal fue, por así decirlo, la película que puso en el
amplio panorama cinematográfico al austriaco Michael Haneke. Este que fue su
tercer largometraje, el cual daría para un remake hollywoodiano fielmente
calcado por él mismo, estrenado en 2007 y protagonizado por Naomi Watts y Tim
Roth, como la pareja de sufrientes maridos.
Pero volviendo a su
versión original, lo primero que llama la atención es lo absurdo que llega a
ser toda la lógica (o ilógica) del accionar de sus personajes. Es cierto, la
propuesta del director en esta película, como en otras suyas, es la de
deconstruir las estructuras narrativas tradicionales para lograr lo más cercano
a un distanciamiento brechtiano, en el que se evita sumergir al público en el
mundo ilusorio de la película, por medio de recursos como una puesta en escena
donde los actores le hablan a la pantalla, proponiendo una comunicación con el
espectador. O también exagerando sus interpretaciones, o usando diálogos que
expliciten esa ilusión que vemos, entre otros recursos más. Estas decisiones se
han considerado por muchos como verdaderos logros artísticos del director, y algunos
encuentran esas decisiones especialmente acertadas en esta película.
Pero es partir de esto
mismo donde radica mi mayor cuestionamiento a esta cinta, porque si bien
repetidamente se le dice y sugiere al espectador que está en una ficción, también
en la ficción los espectadores aceptan un pacto de verosimilitud con la obra,
por más que este pacto sea el del ser consciente del extrañamiento. O se engaña
con la maquinaria ficcional o se nos avisa que la ficción no existe, pero estar
de un lado y del otro puede llegar a ser decepcionante.
Y sí es cierto, el
espectador ha de sentir un extrañamiento ante unos personajes tan ingenuos, tan
tontos, tan poco humanos, tan poco todo, tanto si nos referimos a la familia
atacada, conformada por Anna (Susanne Lothar), Georg (Ulrich Mühe) y su hijo
Georgie (Stefan Clapczynski), como si nos referimos a los atacantes Paul (Arno
Frisch) y Peter (Frank Giering). Todos ellos excepto el niño, en algunos casos,
son seres sin sentido, ni coherencia; son totalmente figuras decorativas del
juego, pero no el del juego propuesto en película sino el que se propone el
creador de la misma. Pues, estos personajes tampoco, al menos para mí, logran
ser coherentes con su enfermizo proceder fílmico…, es que llegan a ser tan
infantiles, que no hay pacto que valga con el espectador que sostenga que
semejantes seres se salgan con la suya.
Sin dar ningún spoiler, la trama de la película gira en torno a una
familia rica que va a una casa de campo a disfrutar su vida burguesa, y al poco
tiempo son visitados por unos vecinos más bien tontos que mismo siendo tontos
subyugan a la familia hasta situaciones fatales, en un supuesto y tétrico
juego. Considerando esto, y partiendo del título, la ironía (irónico porque
nunca hay juego en el relato, y si fuese solo es el de los dos atacantes), el
cinismo, pero también la incoherencia, y la estupidez toman cuenta de un
metraje cargado de planos interminables y fueras de campo, donde todo se da
siempre de la manera más tonta para que los malhechores lleven a término sus
planes y así concluir dentro de los tiempos acordados otra jornada de su tal
juego, el cual hace parte de un bucle, de un ciclo que sigue un mismo patrón de
acción. Un bucle que es casi burlesco ante propuestas bien construidas de este
fenómeno que ya de por sí es aterrorizante, si se ha montado bien, como en
obras como El quimérico inquilino (1976)
de Roman Polanski, o la más reciente Triangle
(2009) del británico Christopher Smith, por solo citar dos ejemplos.
Termino diciendo, para no
alargarme sobre una película de la que se ha escrito tanto, que me parece un
desperdicio en cuanto a la interpretación del fallecido Ulrich Mühe, quien
luego nos regalaría el inolvidable agente de la Stasi HGW XX/7, en la recordada
La vida de los otros (Das Leben der
Anderen, 2006), y también digo que el mundo artístico tiene esas
peculiaridades que a veces no se terminan de entender, donde a veces algo sin
mucho sentido sube como la espuma, o algo innovador e interesante puede pasar
desapercibido, dependiendo del momento y del espacio en que se produzca.
P.D.
Es redundante decir que
Michael Haneke nos ha brindado películas inolvidables y provocadoras como La pianiste (2001), La cinta blanca (Das Weiße
Band, 2009) o Amour (2012), pero Funny Games, para mí no es una de ellas.
Mucho de ella parece pretensioso, como un ejercicio de poder de dirección, como
diciéndonos, en esta película sucede lo que sea porque sí, y no más que eso.
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